domingo, 30 de agosto de 2015

Restauración de una foto antigua

Ésta forma parte de una serie de fotografías impresas que hallé en casa de mis abuelos y que probablemente fueron tomadas a finales de la década de 1940 o principios de los 50’s. Muestra a mi hoy finada tía Zarita durante su infancia,  en una especie de festival escolar de disfraces. La restauración de esta imagen me pareció un ejercicio interesante debido a dos factores relacionados con los efectos del tiempo: 1) las tintas de la foto se degradaron, perdiendo saturación y contraste y, 2) el papel en el que fue impresa se tornó amarillo.



Entre el hardware ideal para este tipo de trabajos se halla un buen escáner, de alta resolución y con gran profundidad de color, algo completamente distinto al obsoleto HP ScanJet 4200c con el que hube de trabajar siguiendo la escuela de mi abuelo: “se trabaja con lo que se tiene”.


La regla número 1 de Photoshop es que jamás se trabaja con la imagen original. Siempre se saca una copia de la misma y se coloca en una capa superior, cuyo contenido será nuestra imagen de trabajo.




El histograma de la imagen nos muestra que, aun y cuando ésta parece correctamente balanceada en lo general, las gráficas de sus componentes rojo, verde y azul son caóticas: colores fuera de fase por doquier, con zonas de poca o nula información cromática tanto en sus zonas oscuras como en las claras. Las crestas y valles de cada color debieran estar "alineadas" o "en fase", no desperdigadas aquí y allá.


Hay varias maneras de reparar lo anterior. Una de mis favoritas es la herramienta Curvas de salida, pero aplicada a cada uno de los canales. Ello porque las tintas de la foto, al hallarse compuestas por sustancias distintas, se degradan de manera diferente. Es lógico, por lo tanto, trabajarlas de manera individualizada. Veamos, por ejemplo, el histograma de los rojos: totalmente cargado hacia la derecha, lo que denota demasiada luminosidad en aquellos. Además, hay una área demasiado extensa entre el origen de las coordenadas y el inicio de la gráfica: eso significa que no existe información en las zonas oscuras y negras del canal R.



Lo anterior se corrige acomodando los extremos de la curva de salida (línea diagonal) a modo que ésta abarque sólo aquellas zonas de la gráfica en donde exista información.


Y lo mismo hacemos con los otros dos canales, el verde y el azul.


Lo anterior pudo hacerse automáticamente mediante la función Curvas >; Opciones >; Mejorar por Contraste de Canal; pero éstas son cosas que es mejor hacer a mano, habida cuenta que mientras mayor control tenga uno sobre cualquier proceso, sus resultados se aproximarán mejor a los deseados.

Los colores de la foto ya han mejorado bastante, pero ahora parece un tanto verdosa. Ello se corrige modificando un poco la curva de salida del canal Verde.




Los toques finales al balance de blancos prefiero hacerlos con el filtro Adobe Camera Raw. Originalmente esta interface servía -y sirve aún- para revelar imágenes RAW; pero los usuarios se acomodaron tanto a ella que Adobe terminó incorporándola a las herramientas tradicionales de Photoshop.

Ajustando adecuadamente los deslizadores de Temperatura, Tintes, Exposición, Contraste, etc..., logramos un histograma “en fase”, lo cual es sinónimo de colores balanceados.



Todo el proceso anterior acarreó un desagradable efecto secundario: los “ruidos”, tanto cromático como de luminosidad, heredados del pésimo escáner que utilicé, se incrementaron de forma significativa. Principalmente en el área de la sombra de la puerta. Además, el polvo que había detrás del vidrio del escáner apareció en la foto. Hay qué quitar todo eso.


Las motas grandes de polvo se quitan con la herramienta Clonador: se elige una zona “sana” de la puerta, similar a la que habría en la mota de polvo, y se “trasplanta” hacia la zona afectada. Este proceso se repite mota por mota.


Las motas de polvo pequeñas se quitan con el filtro Ruido > Reducir Ruido > Polvo y Rascaduras. Sin embargo, dicha herramienta es extremadamente agresiva contra los detalles pequeños de la imagen, por lo que siempre es preferible utilizarla con mucha sobriedad y sólo en zonas muy específicas. De aplicarla en la foto completa acabaría tal vez borrando los ojos de las personas, o haciendo algún otro efecto indeseado. En este caso, he seleccionado únicamente la zona sombreada de la puerta, que es donde más se evidencia el “ruido” digital.


Se aplica el filtro Polvo y Rascaduras.






Y éste es el resultado final.


domingo, 16 de agosto de 2015

Los bulbos

El “efecto Edison” hace referencia a la capacidad de ciertos metales de emitir flujos de partículas cargadas de iones cuando son sometidos a altas temperaturas. El famoso inventor norteamericano observó esta propiedad, pero jamás la comprendió a cabalidad: Edison carecía de estudios formales de Física y Matemáticas que le permitieran describir mejor esas cosas. Su formación era de carácter autodidacta y ello no siempre es conveniente cuando te enfrentas a una tecnología nueva, ni mucho menos cuando deseas hacerte rico a costa de ella, como fue su caso. Se limitó simplemente a tomar nota de dicho fenómeno (conocido como “emisión termoiónica”), a patentar un rudimentario regulador de voltaje de “efecto Edison”… y a gozar de las ganancias que le reportó el repentino boom de aparatos electrónicos a bulbos que se desencadenó poco después.

Los “bulbos”, como los llamábamos en México (“válvulas termoiónicas”, en España, o “vacuum tubes” en Estados Unidos) fueron los artefactos que realmente permitieron el despegue de la electrónica. Dependiendo de su configuración, servían para tres cosas: como amplificadores de señal, como rectificadores y como conmutadores. Gracias a ellos, las comunicaciones inalámbricas -que hasta entonces se basaban en los “pulsos” electromagnéticos de Tesla y Marconi- se liberaron del radiotelégrafo para ser capaces de transmitir voces, primero, e imágenes después.

Pero los “bulbos” tenían varios problemas. Eran bastante grandes, despedían una considerable cantidad de calor y, en consecuencia, consumían bastante energía. La primera computadora militar de los Estados Unidos, la ENIAC, tenía en su interior
alrededor de 18,000 bulbos: consumía la energía necesaria para mover a una locomotora y su poder de cómputo era bastante inferior al de cualquier reloj digital de hoy. La usaban para calcular trayectorias de artillería y su funcionamiento debía ser interrumpido constantemente debido a que algún bulbo se quemaba.

Los bulbos vieron firmada su sentencia de muerte con la invención del transistor, en la década de 1950, que cumple exactamente con las mismas funciones de los primeros, pero con un coste infinitamente menor en cuanto a tamaño, emisión de calor y consumo de energía. En la actualidad, un microchip de gama alta lleva en su interior alrededor de tres mil millones de transistores: si alguien pretendiera acomodar en un plano igual cantidad de bulbos cuyos diámetros no excedieran, digamos, los dos y medio centímetros… tendría que ocupar una área superior a los dos kilómetros cuadrados.

viernes, 5 de junio de 2015

"Toda gloria es efímera"

“Ningún maldito bastardo ganó una guerra muriendo por su patria. La ganó haciendo que el otro maldito bastardo del bando contrario muriera por la suya…”

“Los nazis son el enemigo […] les sacaremos las tripas y con ellas engrasaremos las orugas de nuestros tanques […] los vamos a sujetar de la nariz y les sacaremos la mierda dándoles patadas en el culo…”

A juicio de Francis Ford Coppola, co-guionista de la película que anoche volví a ver (“Patton”, de Franklin J. Schaffer,1970), el general gringo parecía tener una marcada obsesión por el “scat”. Ello porque el famoso y súper-lépero “speech” con el que inicia la cinta -y que ha sido reproducido en infinidad de ocasiones, siendo incluso parodiado en Los Simpsons y en la revista Mad- realmente nunca existió, jamás fue pronunciado por el aludido: fue inventado íntegramente por Coppola y Edmund North, autores del guión. Al no contar con la colaboración de la familia del general, Coppola y North debieron echar mano del libro de Ladislas Farago “Patton: Ordeal and Triumph”, así como de las memorias de quien fuera su subordinado y, después, superior, Omar N. Bradley, “A Soldier's Story”. Se trata, pues, de un filme que sólo retrata el desempeño militar del personaje, pero que soslaya lo que sin duda debió ser el complicado, tortuoso e interesantísimo mundo interior de un espíritu plagado de demonios y obsesiones; rijoso y bravucón pero, a la vez, profundamente creyente y con una mentalidad desfasada del siglo XX.


George S. Patton, apodado “Sangre y Tripas” por sus soldados, provenía de una adinerada familia con añeja tradición militar (su abuelo desempeñó un papel destacado en la Guerra Civil de los EE. UU.) Era un sujeto realmente extraño: creía firmemente en la reencarnación y estaba seguro de haber sido Aníbal en el pasado. Adquirió temprana fama cuando, muy joven, formó parte de la Expedición Punitiva a México: él personalmente mató a tiros a uno de los lugartenientes de Pancho Villa, para luego subir el cadáver en el cofre de su automóvil y trasladarlo al cuartel gringo, como si de una pieza de caza se tratara. Poco antes, había participado en las Olimpiadas de Estocolmo, en el primer Pentatlón moderno, y quedó en quinto lugar porque en la competición de tiro erró, al parecer, un segundo disparo: Patton siempre sostuvo que la bala había pasado por el agujero de la primera. Pero, conforme fue ascendiendo de rango en su carrera militar, su conducta se hizo cada vez más errática: estuvo a punto de ser destituido del mando del VII Ejército estadounidense cuando abofeteó a dos soldados que no querían combatir, acusándoles de cobardía. Además, su desempeño en la guerra, aunque brillante en términos generales, estuvo infestado de insubordinaciones que, si no le llevaron a la corte marcial cuando la opinión pública americana clamaba por su cabeza, fue porque Eisenhower y Marshall siempre intercedieron por él. Mantuvo una enfermiza rivalidad con el británico Montgomery, amén de ser un hablador imprudente y que estuvo a punto de provocar la Tercera Guerra Mundial al referirse despectivamente a los rusos, a quienes odiaba más que a los nazis.
George S. Patton.

En términos generales, la película -que narra la vida de dicho personaje a partir de su llegada al II Cuerpo del Ejército de los EE.UU. en el Norte de África hasta su destitución como gobernador militar de Baviera- me pareció bastante entretenida y, según entiendo, ganó algunos Óscares en su época. Me gustó, por ejemplo, que terminara justo a tiempo, cuando tras ser destituido por Eisenhower, Patton saca a pasear a su feísimo perro “Willy” por la campiña alemana, recordando que en la antigua Roma los generales victoriosos marchaban en apoteósicos desfiles con un esclavo a su lado, el cual, mientras sostenía una corona de laureles sobre la cabeza del victorioso, constantemente le susurraba al oído que disfrutara del desfile “porque toda gloria es efímera”. Cualquier otro guionista hubiera caído en la vulgaridad de narrar la atroz muerte del general -quedó paralítico a raíz de un accidente automovilístico cerca de Heidelberg, Alemania-. Pero Coppola… por eso es quien es. (Dieciséis años después filmaron un churro llamado “Los últimos días del general Patton”, también protagonizada por George C. Scott, y dirigida por quién sabe quién, pero les aseguro que la película en cuestión es tan chafa que ni vale la pena perder el tiempo viéndola en YouTube).

Como todos los filmes de guerra gringos, éste también echa mano de la autocomplacencia patriotera al sostener el mito de que Patton era el general enemigo “más temido” por los nazis, y muestra a un Rommel profundamente preocupado ante la perspectiva de tener
Georgi Zhukov, el general más temido por
por los alemanes.
que enfrentar a Patton. Esto no es del todo cierto: el comandante más temido por los alemanes era Zhukov. Lo más probable es que, a Rommel, Patton le valiera soberano pepino y que en Alemania -cuna de militares de altísima calidad- al californiano sólo se le considerara como el menos inepto de los comandantes aliados. Recordemos que éstos últimos ganaron la guerra por montoneros, y no porque les distinguieran sus estrategias militares que, de brillantes, tenían lo mismo que el oxidado blindaje de un “Sherman”. El verdadero vencedor de la Segunda Guerra Mundial fue la capacidad industrial de los Estados Unidos: cuando hay abundancia de tanques, cañones y soldados, los buenos comandantes no son tan necesarios.

Quizá el logro más importante de esta película fue el de vender exitosamente al público una imagen hollywoodense de un general Patton que muy poco tenía que ver con la realidad. El sonoro vozarrón de George C. Scott, rasposo como lija de grano grueso, nada tiene que ver con el habla de Patton, quien en realidad tenía voz de nena. Hay una escena en la que algunos aviones alemanes ametrallan a las tropas norteamericanas en el desierto. Furioso, Patton abandona su refugio, se sitúa a campo abierto y con su revólver de cachas de nácar la emprende a tiros contra la siguiente oleada de aviones. En la vida real Patton era valiente, aunque no tan estúpido como para hacer eso: son muy escasas las probabilidades de que logres abatir a un avión de combate con un simple Colt de 1870 y, en cambio, es altamente probable que la ametralladora del aeroplano te convierta en coladera. También aparece una escena en la que Patton maltrata a un comandante soviético durante un brindis diciendo: “me niego a brindar con ningún maldito ruso hijo de puta”. El intérprete le mira atónito, vacila, y contesta: “no puedo decir eso al general”. Patton insiste: “dígaselo, palabra por palabra”. Tras un intercambio de cuchicheos entre el comandante ruso y el intérprete, éste último informa a Patton: “el general dice que también usted es un hijo de puta”. Entonces, por primera vez en el ágape, Patton ríe de buena gana y dice: “eso sí se lo acepto; brindemos, de hijo de puta a hijo de puta”. Ignoro si tal escena verdaderamente ocurrió en la vida real, aunque de ser así ello hablaría del deterioro mental que ya para entonces padecía el militar que, en su juventud, cayó varias veces del caballo, llevándose algunos golpes en la cabeza.


Pero, a mi modo de ver, la peor falla de la película está en el armamento mostrado. No aparece ningún “panzer” verdaderamente alemán: todos los tanques, incluso los “alemanes”, fueron suministrados por el ejército español de entonces (la película fue rodada en locaciones del desierto de Tabernas, España; empleando a extras locales:
Los M47 "Patton", mostrados en la película, fueron,
en realidad, bastante posteriores a la finalización
del conflicto.
varios niños supuestamente “árabes” tratan de venderle una gallina al general diciéndole, en un español perfectamente audible: “Oiga, oiga… cómpreme una gallina”). Y, a principios de los años 70s, el proveedor principal de armamento del ejército franquista eran precisamente los Estados Unidos, de modo que casi todos los carros de combate mostrados en el filme son del tipo M47 “Patton”, que se fabricaron mucho después de la muerte del “Sangre y Tripas”. Lo peor es que ni siquiera el armamento norteamericano es el correcto: cuando los gringos entraron a la guerra, en el Norte de África, usaban tanques M3 “Lee”, tan anticuados que ni siquiera tenían torreta giratoria (además, sus motores eran a gasolina y no a diésel, de modo que, tras cualquier impacto de obús, se incendiaban tan fácilmente que los soldados les llamaban “zippos”, en alusión a la conocida marca de encendedores): nada que ver con los M47 mostrados en la película y que fueron fabricados en la década de 1950. Lo anterior podrá parecer pecata minuta a quienes conceden mayor importancia al guión y a la calidad interpretativa de los actores... pero la falta antes mencionada es mayúscula si consideramos que en dicha película intervinieron destacados militares -que combatieron durante la II Guerra mundial- en calidad de asesores.

Por cierto… el general Omar Bradley original era bastante poco agraciado: nada que ver con la gallarda apariencia del actor que lo interpreta, Karl Malden. Ello tiene una explicación lógica: Bradley (el último general de cinco estrellas de los Estados Unidos, para entonces retirado), fue asesor militar de la película, y no era cosa de pelearse con él exhibiendo toda su espléndida fealdad en Cinemascope.

El Bradley verdadero.
El Bradley hollywoodense.






De cualquier forma, es una película muy recomendable. Pídanla a su pirata de confianza.


lunes, 27 de abril de 2015

Una casita en medio del jardín

Tengo vecinos porque no me queda de otra; porque carezco del capital suficiente para comprar una montaña y residir yo solo en su cima. O, al menos, en algún aislado faro en el Mar del Norte. Que si por mí fuera…

Cuando vivía con mi familia en la Av. 23 No. 107 de Córdoba, Veracruz, teníamos como vecinos a una pareja de maestros, de Primaria ella, de Secundaria él. Ella, una dominatrix histérica, gritona y posesiva; él un apocado y mujeriego borrachín que constantemente provocaba las iras de su temible ñora. Las riñas entre ambos eran muy frecuentes y, sobre todo, sonoras. Además, y no en pocas ocasiones, llegaban a los golpes. Dicha familia, conformada además por dos hijos adolescentes (la chava, por cierto, bastante bonita) tenía una perra boxer llamada “Murga”, cuya ferocidad en nada se comparaba con la de su dueña y sus histéricos aullidos que opacaban a los de por sí fuertes ladridos del animal. Alguna vez, durante una de sus innumerables riñas y con la ira de aquella mujer en pleno apogeo, el marido se refugió dentro de su pequeño “Renault 12” y activó los seguros de todas las puertas. Furiosa hasta la demencia, la demoníaca mujer emprendió contra el vehículo, arrojando enormes rocas y ladrillos contra los cristales. En otra ocasión, el apocado borrachín pareció despertar de su pasivo letargo y consiguió no sólo evadir los trancazos de su mujer, sino incluso pasar a la ofensiva conectando algún afortunado derechazo. Loca de terror (o tal vez presa de algún arrebato histriónico), la señora salió aullando de su casa y vino a aporrear la reja de la nuestra, pretendiendo que la defendiéramos. Por supuesto, fue absolutamente ignorada por mi familia y, durante mucho tiempo la ñora anduvo quejándose con otras personas de nuestra falta de solidaridad vecinal. En realidad, no teníamos relación con esa gente: mi papá desconfiaba profundamente de ellos y, salvo el inevitable saludo de cortesía, nuestra interacción con tal familia fue casi nula. Si ya bastante difícil resultaba conciliar el sueño con tantos mosquitos y alimañas propias de la canícula cordobesa, los alaridos de aquella infame pareja eran una terminante invocación al insomnio total. Pero, al menos, tales vecinos (junto con “Pancho y Ramona”, personajes del dominguero suplemento de historietas del “Excelsior” de aquella época), despertaron mi actual desconfianza hacia la sagrada institución matrimonial. Pensaba, dando vueltas en mi cama: “si no se soportan, ¿para qué se casaron? ¿Por qué no se divorcian y me dejan dormir de una maldita vez?”

Muchos años después viví durante algún tiempo en Clavería, un tranquilo barrio en el Noroeste de la Ciudad de México. Ubicación privilegiada: cerca de todo, transporte público a la mano o, en su defecto, espacios de sobra para estacionar tu coche. Ibas y venías de y hacia el Centro en un santiamén. Rentaba una casita que se hallaba en medio del jardín de una residencia mucho más grande, ésta habitada por mi casera, una solterona bastante mayor que vivía sin más compañía que la de cinco o seis enormes perros pastor alemán, a quienes se desvivía en atender. Controladora, la dama había mandado instalar a lo largo y ancho del jardín varias mallas ciclónicas y puertitas, con su corespondiente marco de acero, que conformaban un intrincado sistema de corredores y compuertas que ella abría o cerraba, dependiendo de la hora del día y del lugar donde quisiera ubicar a su jauría. La dama debió gastarse una pequeña fortuna en la elaboración de tal laberinto. Uno de los requisitos exigidos por la anciana señora para rentarme la casita del jardín consistía en dejar las compuertas tal y como yo las hallara a mi paso: si estaban abiertas, debían permanecer abiertas; y cerradas si las hallaba cerradas. De modo que, a veces, para llegar desde el portón que daba a la calle hasta la puerta de mi casita, había que abrir y cerrar un mínimo de cinco o seis puertitas, lo cual resultaba particularmente fastidioso, por ejemplo, tras una noche de abundante vino o cerveza, cuando la urgencia por llegar al sanitario no le permite a uno detenerse en nimiedades tales como la de abrir y cerrar puertitas.

Cierta vez, dicha vecina y casera me llamó con expresión grave: “Beto, tengo algo muy serio qué discutir contigo”. De inmediato pensé que la infame anciana me subiría la renta, bastante onerosa de por sí. Dijo ella: “he notado que cuando llegas, nunca saludas a mis perros y, ¿sabes qué? Eso me ofende mucho, porque ellos son como de mi familia”. Actualmente es muy común encontrar por doquier activistas pro equidad humano-animal que pugnan por guardar hacia los animales las mismas consideraciones y cortesías que se dispensa a la gente; pero en aquella época tales especímenes eran bastante raros (o, al menos yo, inmerso en mi universo antropocentrista, no los conocía): quedé estupefacto, casi hasta me pellizqué para asegurarme de no estar soñando. “Discúlpeme, señora”, le contesté; “pero si en su familia se ladra, en la mía no; y yo sólo hablo con humanos, no con pinches perros”. Adiós casita en medio del jardín y adiós ubicación privilegiada: pocos días después me fue rescindido el contrato de la misma.


Actualmente, en Zumpango, vivo entre chichimecas. Gente-perro (los canes, siempre los canes) dispuesta a emprenderla a tarascadas contra quien se deje. Todos provenientes del D.F., por cierto. Sujetos que casi se orgasmean cuando escuchan cumbias a todo volumen o bandas gruperas cuyos vocalistas emiten agudos alaridos cual monos aulladores. Su principal característica: son decididamente invasivos. Invaden lo que se pueda, por donde se pueda y cuando se pueda: lo intentan, primero, con buenas maneras. “Vecino, a ver cuándo nos invita a ver el futbol”, me dijo campechanamente alguno de ellos, hace años, cuando vio que me instalaron la antena del SKY. “Primero dejo entrar a mi casa a una maldita víbora antes que a ti, infeliz delincuente”, pensé. En otra ocasión, una ñora gorda y pringosa, cargada de chiquillos moquientos y llorones, me inquirió con aquel sonsonete “cantadito”, tan característico de ciertas zonas del D.F: “Vecino, ¿por qué siempre tiene su puerta cerrada? Los niños se quejan de que no pueden entrar a su casa a jugar”. Ya ni contesté nada, ni pensé nada. Contra semejante lógica, ¿qué se puede alegar?

Hubo un tiempo en el que cierta tipa que colocaba su camioneta en mi cajón de estacionamiento cuando yo salía a trabajar, y la retiraba justo antes de mi llegada. Cuando finalmente la sorprendí, su respuesta fue: “Ay, vecino, no sea pinche mamón: ¡usted ni coche tiene! ¿Para qué quiere un cajón de estacionamiento?” A partir de tal episodio, mis relaciones con tales chichimecas no hicieron sino empeorar. El más reciente episodio ocurrió apenas hace poco: la señora de la casa de al lado (otra maestra, qué horror: si ésos son los mentores de la actual niñez, no imagino a dónde irá a parar este desdichado país), sin pudor alguno, me dijo refiriéndose a una pequeña franja de jardín, correspondiente a mi casa: “Vecino, ¿le molestaría que quitara el pasto de ahí y pusiera cemento para poder guardar mis cosas?”. Ya no pude más. Le dije algo así como: “¿Y qué viene después? ¿Me va a pedir permiso para tumbar mi pared y poder así ensanchar su casa? Su papá debió ponerse condón en vez de engendrarla a usted, vieja conchuda”.

Vecinos. ¡Tan bien que se viviría sin ellos!

sábado, 25 de abril de 2015

A punto de quitarse el "bra"

Por fin no había nadie en casa. Mi mamá fue a dejar a mis hermanos a la escuela y, aduciendo cualquier pretexto, me quedé solo. Descolgué las llaves, me introduje al asiento del piloto del "Valiant" '75 que se hallaba encerrado en el estrecho zaguán de la casa, introduje la llave en su sitio, la giré, y entonces...

Córdoba, Veracruz, febrero de 1977. Mucho se ha dicho y escrito respecto a la envidia: que si el único hombre inmortal hubiera sido asesinado por los envidiosos, que si la envidia es una declaración de inferioridad, que si la envidia es flaca y amarillenta porque muerde y no come, que si el envidioso es el ingrato que detesta la luz que le calienta… Nada de eso: la envidia, la verdadera, la que estruja,  es cuando tienes 14 años y llegas a la escuela secundaria trepado en un destartalado, atestado y maloliente camión municipal, mientras tus compañeros riquillos -de 13 o 14 años los nenes- llegan conduciendo los "Super Bee" o "Chrysler LeBaron" de sus papás… o los que les obsequiaron sus papás. Nada de vochitos, ni datsuncitos, ni renaultcitos o, para ser más técnico, ninguna vacilada inferior a la hexacilindrada: sólo autos de verdad. Y nuevecitos: por entonces no existía el eufemismo de "auto clásico" con el cual disculpar la vetustez de un vehículo. Un coche viejo era un coche viejo y sanseacabó: su mejor cochera era el basurero o, en su defecto, el pedazo de calle frente a la casucha del obrero o del albañil.  

"¿Quieren manejar?", preguntó mi papá a mis hermanos y a mí cuando alguien -no recuerdo quién, igual y fui yo, pero no estoy seguro- dejó escapar una velada, muy disimulada y casi inaudible sugerencia de que tal vez nosotros, los hijos, pudiéramos también manejar el Valiant '75 o, al menos, la camioneta Dodge Coronet '67 de la familia. Porque, si ambos coches eran de la familia, pues que lo fueran de verdad, ¿que no? Y es que, respecto a los coches -y a muchas otras cosas, pero especialmente a los coches- había una tremenda disparidad entre padres e hijos: los primeros manejaban, en tanto que los segundos sólo lavábamos aquellos coches. ¿Acaso un mínimo de equidad en tal rubro no era una petición bastante razonable? La respuesta la dio mi papá, inapelable: "Pues trabajen, ganen su dinero y cómprense sus coches: aquellos dos son míos". "Pues entonces lávalos tú", pensé, y sólo lo pensé, sabiendo lo inútil que hubiera sido expresarlo en voz alta. Conocía de antemano la respuesta: "si no te gusta, por aquella puerta se sale de esta casa". La cena continuó en medio de un silencio incómodo, todos con la cabeza gacha, mirando hacia sus respectivos platos, de modo que yo también miré hacia el mío. "No me importa", pensé. "Yo voy a manejar, pase lo que pase".

Primera lección de automovilismo: antes de encender el auto, no seas imbécil: presiona el embrague o "clutch". Si no lo haces, puedes tener suerte si la caja de velocidades está en "punto muerto". Si no es así, aún puedes tener algo de suerte si el auto se halla en medio de algún lugar despejado. Ninguno de ambos casos era el del "Valiant", que apenas activado el encendido electrónico  dio un violento reculón y acabó estampándose contra la reja metálica que resguardaba la cochera, doblando su acero forjado irremediablemente, y abollando visiblemente la defensa trasera (porque sépanlo, muchachitos: los coches de antes, los de verdad, tenían defensas, acero más duro que la carcasa metálica de sus iPhones, no esas idioteces a las que hoy ustedes llaman "fascias"). El estrépito fue total: fácil se escuchó dos manzanas a la redonda; pero para mi fortuna no parecía haber nadie en varios kilómetros. Absolutamente horrorizado, con las manos temblorosas e incapaz de pensar con claridad, apagué el coche como pude, volví a dejar las llaves en su lugar… y huí despavorido hacia la escuela, que excepcionalmente y dadas las circunstancias, pasaba a ser un lugar mucho más seguro para mi integridad física.. A lo largo del día, me consolé pensando que quizá mis papás creerían que algún caco intentó, sin éxito, sustraer el automóvil del zaguán. No fue así: casi de inmediato quedó aclarada la identidad del culpable y, aquella noche, llegando mi papá, hubo juicio sumarísimo y ejecución pública. Quienes me conocen, saben de lo que hablo: mi padre sabía pegar.


Compré mi primer -y único- coche casi treinta años después de los hechos antes narrados, y sin ni siquiera tener idea de cómo encenderlo. Yo no quería cualquier auto: quería uno como el de mi papá, exactamente el mismo que me fue negado en mi remota juventud. Me fue imposible hallar un Valiant '75, pero  algún familiar me vendió algo bastante similar: un Valiant Duster 74 dos puertas y seis insaciables cilindros, que tragaban gasolina cual huérfanos de hospicio. Convoqué a mis amigos para que me enseñaran a manejar: ninguno respondió. De modo, entonces, que aprendí yo solo: salía, a la medianoche, de mi departamento (cuando hay poca gente en las calles de la colonia Pro-Hogar, donde vivía en aquel entonces), me trepaba al Valiant y lo encendía. Escuchaba al motor ronronear un rato, lo apagaba y me iba a dormir. Luego, me atreví a moverlo un poco: unos centímetros hacia adelante, otros tantos hacia atrás… posteriormente dar una, dos vueltas a la manzana, luego a abarcar más manzanas… salir a la Av. Cuitláhuac, llegar hasta "Gigante", regresar, estacionar (muchas abolladuras me costó medio aprender esto último)…  Y así, hasta recorrer toda la ciudad y salir a carretera diez u once meses después.

Nunca tuve percances graves, aunque debo admitir que ello no se debió a pericia o a alguna habilidad mía, sino más bien por simple y llana suerte. Cierta vez, en Izazaga, casi llegando a Tlalpan, mi defensa delantera arrancó de cuajo la fascia trasera de algún Atlantis o Nissan (ya no sé identificar a los coches de hoy: son tan iguales) que traperamente se me atravesó. En otra ocasión, torpe aún en el arte de "espejear", invadí algún carril sin fijarme que atrás venía otro coche. Varias veces me paró alguna patrulla por violar el "hoy no circula" (la mayoría de las veces no fue intencional: simplemente no sé en qué día vivo). Cierta vez, policías de Naucalpan (los más corruptos del Universo y áreas circunvecinas) me cacharon echándome unas chelas dentro del coche estacionado, con una chava que, quiero creer, ya estaba a punto de quitarse el "bra": en 700 pesos -de los de hace diez años- me salió la correspondiente "mordida". Y, el colmo de la imprudencia: cierta vez bajé por la carretera que va desde Paso de Cortés hacia Amecameca… con el líquido de frenos a menos de la mitad. Por obra y gracia de no sé qué, estoy aquí escribiendo todo esto.


Una vez satisfecha mi calentura de querer manejar, vendí el fiel Valiant y… hoy me traslado de Zumpango al D.F y viceversa en un camión tan atestado, destartalado y maloliente como aquél en el que recorría la Av. 11 de Córdoba, Veracruz, para llegar a la escuela. Y ya no guardo envidia hacia quienes conducen, sino más bien lástima: ellos tienen que ir vivos, alertas, despiertos, mientras yo voy "jeteando" plácidamente. Amén.