Por fin no había nadie en casa. Mi mamá fue a dejar a mis hermanos a la escuela y, aduciendo cualquier pretexto, me quedé solo. Descolgué las llaves, me introduje al asiento del piloto del "Valiant" '75 que se hallaba encerrado en el estrecho zaguán de la casa, introduje la llave en su sitio, la giré, y entonces...
Córdoba, Veracruz, febrero de 1977. Mucho se ha dicho y escrito respecto a la envidia: que si el único hombre inmortal hubiera sido asesinado por los envidiosos, que si la envidia es una declaración de inferioridad, que si la envidia es flaca y amarillenta porque muerde y no come, que si el envidioso es el ingrato que detesta la luz que le calienta… Nada de eso: la envidia, la verdadera, la que estruja, es cuando tienes 14 años y llegas a la escuela secundaria trepado en un destartalado, atestado y maloliente camión municipal, mientras tus compañeros riquillos -de 13 o 14 años los nenes- llegan conduciendo los "Super Bee" o "Chrysler LeBaron" de sus papás… o los que les obsequiaron sus papás. Nada de vochitos, ni datsuncitos, ni renaultcitos o, para ser más técnico, ninguna vacilada inferior a la hexacilindrada: sólo autos de verdad. Y nuevecitos: por entonces no existía el eufemismo de "auto clásico" con el cual disculpar la vetustez de un vehículo. Un coche viejo era un coche viejo y sanseacabó: su mejor cochera era el basurero o, en su defecto, el pedazo de calle frente a la casucha del obrero o del albañil.
"¿Quieren manejar?", preguntó mi papá a mis hermanos y a mí cuando alguien -no recuerdo quién, igual y fui yo, pero no estoy seguro- dejó escapar una velada, muy disimulada y casi inaudible sugerencia de que tal vez nosotros, los hijos, pudiéramos también manejar el Valiant '75 o, al menos, la camioneta Dodge Coronet '67 de la familia. Porque, si ambos coches eran de la familia, pues que lo fueran de verdad, ¿que no? Y es que, respecto a los coches -y a muchas otras cosas, pero especialmente a los coches- había una tremenda disparidad entre padres e hijos: los primeros manejaban, en tanto que los segundos sólo lavábamos aquellos coches. ¿Acaso un mínimo de equidad en tal rubro no era una petición bastante razonable? La respuesta la dio mi papá, inapelable: "Pues trabajen, ganen su dinero y cómprense sus coches: aquellos dos son míos". "Pues entonces lávalos tú", pensé, y sólo lo pensé, sabiendo lo inútil que hubiera sido expresarlo en voz alta. Conocía de antemano la respuesta: "si no te gusta, por aquella puerta se sale de esta casa". La cena continuó en medio de un silencio incómodo, todos con la cabeza gacha, mirando hacia sus respectivos platos, de modo que yo también miré hacia el mío. "No me importa", pensé. "Yo voy a manejar, pase lo que pase".
Primera lección de automovilismo: antes de encender el auto, no seas imbécil: presiona el embrague o "clutch". Si no lo haces, puedes tener suerte si la caja de velocidades está en "punto muerto". Si no es así, aún puedes tener algo de suerte si el auto se halla en medio de algún lugar despejado. Ninguno de ambos casos era el del "Valiant", que apenas activado el encendido electrónico dio un violento reculón y acabó estampándose contra la reja metálica que resguardaba la cochera, doblando su acero forjado irremediablemente, y abollando visiblemente la defensa trasera (porque sépanlo, muchachitos: los coches de antes, los de verdad, tenían defensas, acero más duro que la carcasa metálica de sus iPhones, no esas idioteces a las que hoy ustedes llaman "fascias"). El estrépito fue total: fácil se escuchó dos manzanas a la redonda; pero para mi fortuna no parecía haber nadie en varios kilómetros. Absolutamente horrorizado, con las manos temblorosas e incapaz de pensar con claridad, apagué el coche como pude, volví a dejar las llaves en su lugar… y huí despavorido hacia la escuela, que excepcionalmente y dadas las circunstancias, pasaba a ser un lugar mucho más seguro para mi integridad física.. A lo largo del día, me consolé pensando que quizá mis papás creerían que algún caco intentó, sin éxito, sustraer el automóvil del zaguán. No fue así: casi de inmediato quedó aclarada la identidad del culpable y, aquella noche, llegando mi papá, hubo juicio sumarísimo y ejecución pública. Quienes me conocen, saben de lo que hablo: mi padre sabía pegar.
Compré mi primer -y único- coche casi treinta años después de los hechos antes narrados, y sin ni siquiera tener idea de cómo encenderlo. Yo no quería cualquier auto: quería uno como el de mi papá, exactamente el mismo que me fue negado en mi remota juventud. Me fue imposible hallar un Valiant '75, pero algún familiar me vendió algo bastante similar: un Valiant Duster 74 dos puertas y seis insaciables cilindros, que tragaban gasolina cual huérfanos de hospicio. Convoqué a mis amigos para que me enseñaran a manejar: ninguno respondió. De modo, entonces, que aprendí yo solo: salía, a la medianoche, de mi departamento (cuando hay poca gente en las calles de la colonia Pro-Hogar, donde vivía en aquel entonces), me trepaba al Valiant y lo encendía. Escuchaba al motor ronronear un rato, lo apagaba y me iba a dormir. Luego, me atreví a moverlo un poco: unos centímetros hacia adelante, otros tantos hacia atrás… posteriormente dar una, dos vueltas a la manzana, luego a abarcar más manzanas… salir a la Av. Cuitláhuac, llegar hasta "Gigante", regresar, estacionar (muchas abolladuras me costó medio aprender esto último)… Y así, hasta recorrer toda la ciudad y salir a carretera diez u once meses después.
Nunca tuve percances graves, aunque debo admitir que ello no se debió a pericia o a alguna habilidad mía, sino más bien por simple y llana suerte. Cierta vez, en Izazaga, casi llegando a Tlalpan, mi defensa delantera arrancó de cuajo la fascia trasera de algún Atlantis o Nissan (ya no sé identificar a los coches de hoy: son tan iguales) que traperamente se me atravesó. En otra ocasión, torpe aún en el arte de "espejear", invadí algún carril sin fijarme que atrás venía otro coche. Varias veces me paró alguna patrulla por violar el "hoy no circula" (la mayoría de las veces no fue intencional: simplemente no sé en qué día vivo). Cierta vez, policías de Naucalpan (los más corruptos del Universo y áreas circunvecinas) me cacharon echándome unas chelas dentro del coche estacionado, con una chava que, quiero creer, ya estaba a punto de quitarse el "bra": en 700 pesos -de los de hace diez años- me salió la correspondiente "mordida". Y, el colmo de la imprudencia: cierta vez bajé por la carretera que va desde Paso de Cortés hacia Amecameca… con el líquido de frenos a menos de la mitad. Por obra y gracia de no sé qué, estoy aquí escribiendo todo esto.
Una vez satisfecha mi calentura de querer manejar, vendí el fiel Valiant y… hoy me traslado de Zumpango al D.F y viceversa en un camión tan atestado, destartalado y maloliente como aquél en el que recorría la Av. 11 de Córdoba, Veracruz, para llegar a la escuela. Y ya no guardo envidia hacia quienes conducen, sino más bien lástima: ellos tienen que ir vivos, alertas, despiertos, mientras yo voy "jeteando" plácidamente. Amén.
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