El “efecto Edison” hace referencia a la capacidad de ciertos metales de emitir flujos de partículas cargadas de iones cuando son sometidos a altas temperaturas. El famoso inventor norteamericano observó esta propiedad, pero jamás la comprendió a cabalidad: Edison carecía de estudios formales de Física y Matemáticas que le permitieran describir mejor esas cosas. Su formación era de carácter autodidacta y ello no siempre es conveniente cuando te enfrentas a una tecnología nueva, ni mucho menos cuando deseas hacerte rico a costa de ella, como fue su caso. Se limitó simplemente a tomar nota de dicho fenómeno (conocido como “emisión termoiónica”), a patentar un rudimentario regulador de voltaje de “efecto Edison”… y a gozar de las ganancias que le reportó el repentino boom de aparatos electrónicos a bulbos que se desencadenó poco después.
Los “bulbos”, como los llamábamos en México (“válvulas termoiónicas”, en España, o “vacuum tubes” en Estados Unidos) fueron los artefactos que realmente permitieron el despegue de la electrónica. Dependiendo de su configuración, servían para tres cosas: como amplificadores de señal, como rectificadores y como conmutadores. Gracias a ellos, las comunicaciones inalámbricas -que hasta entonces se basaban en los “pulsos” electromagnéticos de Tesla y Marconi- se liberaron del radiotelégrafo para ser capaces de transmitir voces, primero, e imágenes después.
Pero los “bulbos” tenían varios problemas. Eran bastante grandes, despedían una considerable cantidad de calor y, en consecuencia, consumían bastante energía. La primera computadora militar de los Estados Unidos, la ENIAC, tenía en su interior
alrededor de 18,000 bulbos: consumía la energía necesaria para mover a una locomotora y su poder de cómputo era bastante inferior al de cualquier reloj digital de hoy. La usaban para calcular trayectorias de artillería y su funcionamiento debía ser interrumpido constantemente debido a que algún bulbo se quemaba.
Los bulbos vieron firmada su sentencia de muerte con la invención del transistor, en la década de 1950, que cumple exactamente con las mismas funciones de los primeros, pero con un coste infinitamente menor en cuanto a tamaño, emisión de calor y consumo de energía. En la actualidad, un microchip de gama alta lleva en su interior alrededor de tres mil millones de transistores: si alguien pretendiera acomodar en un plano igual cantidad de bulbos cuyos diámetros no excedieran, digamos, los dos y medio centímetros… tendría que ocupar una área superior a los dos kilómetros cuadrados.
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