Tengo vecinos porque no me queda de otra; porque carezco del capital suficiente para comprar una montaña y residir yo solo en su cima. O, al menos, en algún aislado faro en el Mar del Norte. Que si por mí fuera…
Cuando vivía con mi familia en la Av. 23 No. 107 de Córdoba, Veracruz, teníamos como vecinos a una pareja de maestros, de Primaria ella, de Secundaria él. Ella, una dominatrix histérica, gritona y posesiva; él un apocado y mujeriego borrachín que constantemente provocaba las iras de su temible ñora. Las riñas entre ambos eran muy frecuentes y, sobre todo, sonoras. Además, y no en pocas ocasiones, llegaban a los golpes. Dicha familia, conformada además por dos hijos adolescentes (la chava, por cierto, bastante bonita) tenía una perra boxer llamada “Murga”, cuya ferocidad en nada se comparaba con la de su dueña y sus histéricos aullidos que opacaban a los de por sí fuertes ladridos del animal. Alguna vez, durante una de sus innumerables riñas y con la ira de aquella mujer en pleno apogeo, el marido se refugió dentro de su pequeño “Renault 12” y activó los seguros de todas las puertas. Furiosa hasta la demencia, la demoníaca mujer emprendió contra el vehículo, arrojando enormes rocas y ladrillos contra los cristales. En otra ocasión, el apocado borrachín pareció despertar de su pasivo letargo y consiguió no sólo evadir los trancazos de su mujer, sino incluso pasar a la ofensiva conectando algún afortunado derechazo. Loca de terror (o tal vez presa de algún arrebato histriónico), la señora salió aullando de su casa y vino a aporrear la reja de la nuestra, pretendiendo que la defendiéramos. Por supuesto, fue absolutamente ignorada por mi familia y, durante mucho tiempo la ñora anduvo quejándose con otras personas de nuestra falta de solidaridad vecinal. En realidad, no teníamos relación con esa gente: mi papá desconfiaba profundamente de ellos y, salvo el inevitable saludo de cortesía, nuestra interacción con tal familia fue casi nula. Si ya bastante difícil resultaba conciliar el sueño con tantos mosquitos y alimañas propias de la canícula cordobesa, los alaridos de aquella infame pareja eran una terminante invocación al insomnio total. Pero, al menos, tales vecinos (junto con “Pancho y Ramona”, personajes del dominguero suplemento de historietas del “Excelsior” de aquella época), despertaron mi actual desconfianza hacia la sagrada institución matrimonial. Pensaba, dando vueltas en mi cama: “si no se soportan, ¿para qué se casaron? ¿Por qué no se divorcian y me dejan dormir de una maldita vez?”
Muchos años después viví durante algún tiempo en Clavería, un tranquilo barrio en el Noroeste de la Ciudad de México. Ubicación privilegiada: cerca de todo, transporte público a la mano o, en su defecto, espacios de sobra para estacionar tu coche. Ibas y venías de y hacia el Centro en un santiamén. Rentaba una casita que se hallaba en medio del jardín de una residencia mucho más grande, ésta habitada por mi casera, una solterona bastante mayor que vivía sin más compañía que la de cinco o seis enormes perros pastor alemán, a quienes se desvivía en atender. Controladora, la dama había mandado instalar a lo largo y ancho del jardín varias mallas ciclónicas y puertitas, con su corespondiente marco de acero, que conformaban un intrincado sistema de corredores y compuertas que ella abría o cerraba, dependiendo de la hora del día y del lugar donde quisiera ubicar a su jauría. La dama debió gastarse una pequeña fortuna en la elaboración de tal laberinto. Uno de los requisitos exigidos por la anciana señora para rentarme la casita del jardín consistía en dejar las compuertas tal y como yo las hallara a mi paso: si estaban abiertas, debían permanecer abiertas; y cerradas si las hallaba cerradas. De modo que, a veces, para llegar desde el portón que daba a la calle hasta la puerta de mi casita, había que abrir y cerrar un mínimo de cinco o seis puertitas, lo cual resultaba particularmente fastidioso, por ejemplo, tras una noche de abundante vino o cerveza, cuando la urgencia por llegar al sanitario no le permite a uno detenerse en nimiedades tales como la de abrir y cerrar puertitas.
Cierta vez, dicha vecina y casera me llamó con expresión grave: “Beto, tengo algo muy serio qué discutir contigo”. De inmediato pensé que la infame anciana me subiría la renta, bastante onerosa de por sí. Dijo ella: “he notado que cuando llegas, nunca saludas a mis perros y, ¿sabes qué? Eso me ofende mucho, porque ellos son como de mi familia”. Actualmente es muy común encontrar por doquier activistas pro equidad humano-animal que pugnan por guardar hacia los animales las mismas consideraciones y cortesías que se dispensa a la gente; pero en aquella época tales especímenes eran bastante raros (o, al menos yo, inmerso en mi universo antropocentrista, no los conocía): quedé estupefacto, casi hasta me pellizqué para asegurarme de no estar soñando. “Discúlpeme, señora”, le contesté; “pero si en su familia se ladra, en la mía no; y yo sólo hablo con humanos, no con pinches perros”. Adiós casita en medio del jardín y adiós ubicación privilegiada: pocos días después me fue rescindido el contrato de la misma.
Actualmente, en Zumpango, vivo entre chichimecas. Gente-perro (los canes, siempre los canes) dispuesta a emprenderla a tarascadas contra quien se deje. Todos provenientes del D.F., por cierto. Sujetos que casi se orgasmean cuando escuchan cumbias a todo volumen o bandas gruperas cuyos vocalistas emiten agudos alaridos cual monos aulladores. Su principal característica: son decididamente invasivos. Invaden lo que se pueda, por donde se pueda y cuando se pueda: lo intentan, primero, con buenas maneras. “Vecino, a ver cuándo nos invita a ver el futbol”, me dijo campechanamente alguno de ellos, hace años, cuando vio que me instalaron la antena del SKY. “Primero dejo entrar a mi casa a una maldita víbora antes que a ti, infeliz delincuente”, pensé. En otra ocasión, una ñora gorda y pringosa, cargada de chiquillos moquientos y llorones, me inquirió con aquel sonsonete “cantadito”, tan característico de ciertas zonas del D.F: “Vecino, ¿por qué siempre tiene su puerta cerrada? Los niños se quejan de que no pueden entrar a su casa a jugar”. Ya ni contesté nada, ni pensé nada. Contra semejante lógica, ¿qué se puede alegar?
Hubo un tiempo en el que cierta tipa que colocaba su camioneta en mi cajón de estacionamiento cuando yo salía a trabajar, y la retiraba justo antes de mi llegada. Cuando finalmente la sorprendí, su respuesta fue: “Ay, vecino, no sea pinche mamón: ¡usted ni coche tiene! ¿Para qué quiere un cajón de estacionamiento?” A partir de tal episodio, mis relaciones con tales chichimecas no hicieron sino empeorar. El más reciente episodio ocurrió apenas hace poco: la señora de la casa de al lado (otra maestra, qué horror: si ésos son los mentores de la actual niñez, no imagino a dónde irá a parar este desdichado país), sin pudor alguno, me dijo refiriéndose a una pequeña franja de jardín, correspondiente a mi casa: “Vecino, ¿le molestaría que quitara el pasto de ahí y pusiera cemento para poder guardar mis cosas?”. Ya no pude más. Le dije algo así como: “¿Y qué viene después? ¿Me va a pedir permiso para tumbar mi pared y poder así ensanchar su casa? Su papá debió ponerse condón en vez de engendrarla a usted, vieja conchuda”.
Vecinos. ¡Tan bien que se viviría sin ellos!
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